El viaje iba a ser eterno. No veía la hora de llegar. Repasó una y otra vez lo que acababa de pasar pero siempre por arriba, no quería olvidarse de ningún detalle (porque conocía los intrincados caminos que podía llegar a recorrer la memoria) pero tampoco quería disfrutar ahora de la nueva adquisición.
Tenía la certeza de que esa sería la mejor noche, la más nítida. En las sucesivas cada vez se irían perdiendo más cosas: él iba a dejar de estar disfrazado, ella no recordaría cómo llegó ahí ni quienes estaban y su memoria se las ingeniaría para cubrir el bache con situaciones inventadas.
Las pesadillas la habían atormentado desde tiempos inmemoriales (los domingos, sobre todo) y siempre le habían recetado lo mismo. Tantas veces lo oyó, tantas veces surtió efecto, que ya estaba estampado en su cabeza: "Pensá en cosas lindas".
El abuso de la herramienta pero la escasez de momentos lindos que venía atravesando la habían obligado a rememorar más de una vez el mismo evento. Hacía tiempo que el ejército de "cosas lindas" no reclutaba nuevos soldados.
Por eso la premura, la necesidad imperiosa de recorrer los dos barrios que los separaban, llegar a su almohada y entregarse, plácidamente, a la alegría de una nueva cosa linda, nuevísima, sin estrenar.
Se le hacía difícil no dejarse llevar por su cabeza durante el viaje. Ignoraba los comentarios con los que el conductor pretendía hacer más amena la travesía. Pensaba en sus ojos, en cómo dio el primer paso y se acercó, despacio (ella sabía que el tiempo interno nada tiene que ver con las horas, los minutos, los segundos... él había tardado siglos). Pensaba en sus manos agarrándole la cara, en cómo la miraba... ¡No! Demasiados detalles, esas eran cosas que se disfrutaban en soledad, sin tener que escuchar qué incómodo es manejar por el centro a las 7 de la tarde.
Después de muchas vueltas, comentarios vacíos y una fuerza de voluntad que estaba a punto de flaquear, lo imposible dejó de serlo. Por fin llegó. Por fin se terminaba esa lucha frente a su cabeza, por fin iba a poder sucumbir, como tanto lo quería, a la repetición exacta de lo que acababa de pasar.
Subió, se acostó y rememoró con todas sus fuerzas la noche entera, desde que atravesó la puerta de entrada hasta que se fue. Lo repasó muchas veces. Confiaba en que, de esa manera, a su inconsciente no le quedaría otra opción que soñar con ese momento.
Al día siguiente, cuando se despertó, no entendió cómo su cabeza había sido inmune a su estrategia. Por mucho que lo intentó, no le encontró una explicación.
Había soñado con un médico y con papá noel.
1 comentario:
Muy bien, Kurosawa. Estás hecha un samurai de la palabra.
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