jueves, 25 de noviembre de 2010

Balconeros

Enfrente de mi trabajo hay, a saber: un edificio del banco francés, un restaurant, el edificio de la unión industrial argentina con vestigios de pintura que algún furioso habrá tirado en señal de protesta, una confitería y dos edificios más que no se destacan más que por estar en la avenida de Mayo. Para estar en esta avenida es necesario un único requisito: tener balcón.
Siendo una de las calles más marchadas y movilizadas del país, es casi impensable construir algo que no privilegie la visualización de la calle.
Los que tenemos la suerte de contar con estos palcos VIP para las manifestaciones, hacemos gala de la posibilidad y, al primer redoble de tambor, corremos a apostarnos al balcón para acompañar desde el primer manifestante hasta el último policía.
Ayer fue la marcha de los bancarios. Los había de todas partes: Tucumán, Córdoba, Santa Fé, Buenos Aires. Incluso contaban con un cantante que los arengaba desde un camión. Hasta ahora, rankea como una de las mejores marchas que presencié (y eso que ya fueron muchas).
Como siempre, elijo el balcón más grande, el que está más cerca de Lima. Desde ahí puedo ver mejor y además no tengo miedo de que ese balcón se caiga (parece más resistente).
La marcha era muy larga y había muchas personas. Llegó un momento en que el desfile parecía no avanzar, aunque ellos lo hicieran, porque la cantidad de gente caminando era abismal. Decidí, entonces, lo que nunca: miré enfrente en lugar de mirar abajo.
Descubrí que, como yo, había muchos espectadores del evento. Entre ellos, un fotógrafo. Me quedé tildada porque sus piruetas me daban una mezcla de fascinación y pavor. Estaba colgado de la baranda para poder sacar mejores fotos (creo que era para eso, espero que haya sido para eso). Una compañera suya, una rubia, le hacía compañía.
Al parecer, la rubia se aburrió. Agarró y se fue. Yo me quedé mirando al Indiana Jones de la fotografía.
Se ve que él también se aburrió de tanto desfile, porque dejó de mirar para abajo y miró enfrente.
Yo, que no manejo bien el arte del disimulo, estaba segura de que no me había visto seguir sus acrobacias. No fue poca mi sorpresa cuando noté que, desde lejos, me saludaba con la mano.
Después de recuperar mi color de piel (que había virado violentamente al rojo), devolví el saludo, a lo lejos, con la mano también.
Creo que divisé una sonrisa, pero no estoy muy segura. De todas maneras, no importa. El saludo fue un carnet de socia suficiente. Ya formo parte del círculo de balconeros.